Me adentro, tal y como prometí,
en la segunda novela del Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell con unas
expectativas quizá aún más altas que en Justine debido a que esta, como
apertura del cuarteto, me pareció soberbia y absolutamente envidiable. Continuo
además el cuarteto casi de seguido, intercalando entre cada uno de sus cuatro
libros uno de la Trilogía de Corfú, también de un Durrell, Gerald en este caso.
Es quizá el reto literario más importante que me haya impuesto nunca y de
momento no puedo decir que me esté costando ni defraudando para nada; más bien
al contrario: estoy disfrutando de contrastes en forma, fondo y todo
maravillosos que quizá leyendo cada una de las series literarias por separado y
distanciadas una de la otra no sería capaz de apreciar.
Quien piense que El Cuarteto de
Alejandría es una serie de libros cuyo desarrollo temporal es lineal se dará de
bruces con una realidad total y radicalmente distinta. Lawrence Durrell
escribió en cuatro volúmenes una misma historia vista desde cuatro perspectivas
diferentes y en tiempos, no ya paralelos, sino superpuestos unos a otros. Yo
mismo estaba errado pensando que sí que iba a encontrar en el cuarteto una
narración temporalmente lineal, clásica, en el que en cada libro íbamos a
avanzar en una misma historia. Pero no. He sido el primer sorprendido y
maravillado al mismo tiempo. Balthazar es una novela en la que el
narrador de Justine vuelve a la misma historia del primer libro para
completar un puzle que es incapaz de resolver, no por incapacidad intelectual,
sino por no tener delante de él todas las piezas necesarias.
Por continuar con una metáfora
que me suele gustar mucho usar cuando considero pertinente, podría decirse que
en Justine Lawrence Durrell presenta un tapiz deconstruido a través de
las madejas de las cuales deben salir los hilos que han de tejerlo. Pero nos
las presente enmarañadas y el lector no sabe muy bien de qué hilo tirar, ni tan
si quiera si debe tirar, para poder empezar a hacerse una idea del conjunto, es
decir, del tapiz completo. En Balthazar, sin embargo, Durrell empieza a
tejer, a enhebrar las diferentes agujas y a elaborar el complejo tapiz que
tiene de fondo una Alejandría casi diría yo que mitológica, donde las pasiones
primitivas del ser humano, que afectan por igual a hombres y mujeres, el sexo y
el amor se desatan y alcanzan niveles de locura y paranoia.
Y cambia además la manera de
contarnos las cosas Durrell. Si en el primer tomo del cuarteto el narrador nos
contaba desde su punto de vista y simplemente a través de recuerdos de amigos
una serie de vivencias pasadas que marcaron a cuatro amantes en una Alejandría
tórrida y mestiza. Ahora, en Balthazar, el mismo narrador del primer
libro lo que hace es contarnos lo que un amigo, el abogado que da nombre a este
segundo libro y que ya apareció en el primero, le cuenta que pasó desde su
punto de vista. Este cambio en la manera de narrar, no solo da brío al libro y
hace que el lector tenga que asumir una versión complementaria más que
diferente de lo ya leído, sino que además ayuda a ampliar el foco, a llegar a
lugares e instantes en la historia que de otra manera sería difícil alcanzar y
alumbrar con la luz de la verdad narrativa.
Aunque en Balthazar la
historia y su desarrollo, lo que en esta novela se narra y cuenta es más
importante que en Justine, sigue siendo el cómo está narrado lo que más
atrae y atrapa de ella. Esa sutileza narrativa, ese estilo pulcro y depurado,
donde reflexiones, descripciones y acción se entremezclan con cuidado consigue
que la lectura, pese a que podría resultar pesada y de un nivel un tanto
elevado, resulta de lo más fluida y agradable. Y sobre y ante todo, la maestría
de Durrell a la hora de describir Alejandría, a sus gentes, tradiciones y
contrastes, su decadencia, su aislamiento, su élite local y extranjera, sus
relaciones prohibidas, llenas de lujuria y pecado, donde lo prohibido se sabe
pero se calla o se mira hacia otro lado para hacer lo mismo uno mismo. Es
fastuosa, hacia el final de la novela, la descripción que hace Durrell de la fiesta
de carnaval que termina desencadenando uno de los hechos más reveladores, y eje
del tapiz que pretende tejer el autor, de todo el cuarteto. Disfraces, dobles
sentidos, insinuaciones, infidelidades, liberación de pasiones medianamente
controladas de manera habitual… A través de las palabras del mayor de los
Durrell el lector no solo viaja a una ciudad que ya no existe, no por
hecatombe, sino por haber perdido su esencia entre dos aguas, entre dos
culturas, sino que termina formando parte de ella misma, mezclándose a su vez
con el coro de personajes que vuelven a salir en esta segunda novela del
cuarteto.
Balthazar es una
continuación, quizá no del nivel de Justine, pero sí de un nivel que le
va a la zaga y que hace que el cuarteto, ya mediada su lectura, se esté
convirtiendo en una de mis lecturas favoritas y a la que guardaré probablemente
en un lugar preminente de mi memoria. Una vez lanzado a la aventura literaria
en la que estoy inmerso, vuelvo a recalcar el enorme contraste narrativo que
tienen el mayor y el menos de los Durrell. Ambos se disfrutan igual, pero de
manera distinta, porque cada uno ofrece al lector un tipo de libro bordando a
su vez la escritura. Lawrence Durrell me está pareciendo un escritor sumamente
dotado para la evocación de una época y unos personajes definidos al milímetro.
Y como ya dije en la reseña de Justine, envidio profundamente lo que
Larry Durrell consiguió con este cuarteto.
Caronte.
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