Después de siete
meses lo he vuelto a hacer. Casi lo había olvidado. Casi se habían de borrado
de mi mente las rutinas previas o preliminares, las sensaciones, los tópicos,
los olores y los ruidos inherentes a esta actividad. ¿Cómo he sido capaz de
aguantar tanto tiempo sin volver a hacerlo? No lo sé, simplemente ocurrió. Una
serie de catastróficas desdichas han hecho que estuviera siete meses sin
probarlo, sin experimentar ese erizamiento del pelo de la coronilla, esa felicidad
inmensa que recorre las venas, esa sensación que se apodera del cuerpo durante
el tiempo que dure la experiencia. Me juro ahora mismo, y ante todas las
personas que lean esto, que por suerte no serán muchas, que no volverán a pasar
meses sin hacerlo de nuevo. ¡Uy! Quizá esto esté sonando muy mal. ¿Es posible
que alguien haya pensado que estaba hablando de “eso”? Muy probablemente.
Necios hablo del cine. Siente meses sin pisar una sala y sentarme en una butaca
junto con otras personas delante de una gran pantalla para descubrir el mundo
que algún director haya decidido llevar desde su mente a la realidad de
Holywood.
Todavía hoy, tras
haber dormido toda la noche, soy incapaz de sacarme de la cabeza la melodía del
tema principal de “La, La, Land”.
Las dos horas y poco más que ayer por la tarde pasé en el cine con mis padres,
algo todavía más extraordinario, han sido las mejores que he pasado en el cine
en toda mi vida, exceptuando “Los
Miserables”, otro musical por cierto, e “Intocable”. Todavía estoy algo en shock por la película, no
por nada malo, sino por todo lo contrario. Todavía soy incapaz de asumir el
maravilloso rato que pasé ayer tarde en el cine.
“La, La, Land” es el musical
clásico de Holywood traído al siglo XXI con actores de moda pero no excesivamente
famosos o comerciales que hace que el espectador empiece la película con una amplia
sonrisa que le puede dejar incluso cara de imbécil o bobo y que durante la
misma sienta muy de vez en cuando escalofríos de felicidad y placer que hagan
que su piel tome la apariencia de la de un pollo desplumado. Y eso es
exactamente lo que sentí ayer desde el primer plano secuencia de la película de
algo más de cuatro minutos más o menos en el que la música y el baile inundaron
no solo la autopista de Los Ángeles que aparece en pantalla sino también toda
la sala de cine, y me atrevería a decir que incluso todos los corazones de los
espectadores que ayer asistíamos al cine.
Como no puede ser
de otra manera en un musical “La, La,
Land” empieza con un soberbio número de cante, baile y música coral en
el que los dos protagonistas de la película sin embargo están ausentes. A
partir de ese empiece uno podría pensar que la película no puede hacer otra
cosa que disminuir su intensidad. Pues no pasa eso. Es cierto que se relaja,
pero poco. El argumento de la película se centra en la historia de amor entre
Mia, una actriz que no consigue ningún papel y que es rechazada en cuantas
audiciones hace, y Sebastian un músico de jazz empeñado en recuperar el alma
verdadera de este estilo musical y que sueña también con abrir su propio club.
En la ciudad de las estrellas todo puede pasar, aunque parezca inverosímil, y
en esta película lo inverosímil no se oculta ni se intenta maquillar de casual,
se deja como tal, y eso es lo que me gusta de esta película. Los musicales son
así.
El argumento de la
película es simple y se acompaña como no puede ser de otra forma con números
musicales muy variados y siempre entretenidos que terminan por dibujar una
sonrisa en la cara del espectador. Y por ello hay que dar miles de gracias a “La, La, Land”, a su director el prácticamente
novel Damien Chazelle, y a sus intérpretes, sobre todo a Ryan Gosling y Emma
Stone, que están extraordinarios y que demuestran una vez más que un actor no
solo debe saber interpretar papeles desde lo dramático y trágico hasta lo más
cómico, sino que deben ser moldeables como la plastilina y poder cantar y
bailar si es necesario.
Cualquier cosa que
diga sobre “La, La, Land” va a
quedarse corto. La película es una delicia y se disfruta desde el primer minuto
de metraje. La música es excepcional, tanto que en muchas ocasiones se me iban
los pies intentando seguir el ritmo y los compases de los números musicales más
animados y espectaculares. No puedo dejar de recordar el empiece de la
película. Pero es que el siguiente número musical que acaba en una fiesta de la
jet set hollywoodiense no es menor, como tampoco son despreciables los solos.
El número de baile con el atardecer desde las colinas de Los Ángeles me puso
los pelos de punta. Y es imposible no rendirse ante el magistral, aunque aviso
agridulce, final de la película en el que durante siete minutos el espectador
queda totalmente prendado de la magia verdadera del cine y en cierto modo acaba,
por así decirlo, engañado y desasosegado por como acaba todo. Se me olvidaba:
de una delicia y delicadeza exquisitas es el baile surrealista y daliniano que
se marcan Stone y Gosling entre las estrellas en el observatorio de Los
Ángeles.
Las
interpretaciones de Stone y Gosling en “La,
La, Land” bien merecerían sendas estatuillas de la Academia de
Hollywood, pero no sé si ésta se atreverá a premiar a los actores de un musical
en lugar de a actores con interpretaciones dramáticas. Sin duda yo creo que
esta película en su conjunto merecería todos los premios que se concedieran,
porque sólo ella por sí sola vale por todo el cine que en los últimos años he
visto y creo que se ha hecho. Mia y Sebastian encarnan en esta película el amor
más sincero y verdadero, también el más amargo a veces, que se puede ver en el
cine, y que de hecho he visto; y Stone y Gosling dan piel a estos dos
idealistas que solo persiguen un sueño de manera tan penetrante que el
espectador queda prendado de ellos dos. Además lo mejor de todo es que no hay
nada de empalago o dulzura excesiva de la que pecan historias que sin ser
musicales pretenden mostrar este tipo de relación amorosa.
¿Qué más puedo
decir de una película, “La, La, Land”,
que desde su primer plano me conquistó y me dejó boquiabierto sin posibilidad
de reacción? Nada. No puedo añadir nada. Es una película de diez. Es una película
con la que el espectador perderá totalmente la noción del tiempo y olvidará
todo aquello que le inquiete y preocupe. Y para eso está el cine: para hacernos
soñar, para hacernos creer, para divertirnos, para hacernos olvidar, para
hacernos reír, para dejarnos felices tras dos horas sentados en una butaca
delante de una pantalla. Esto es cine del que casi se había olvidado en
Hollywood. Sólo puedo recomendar ir a ver esta película, porque me gustaría que
todo el mundo pudiera sentir lo que yo sentí ayer viéndola: escalofríos,
alegría, felicidad.
Caronte.