Hay libros que automáticamente se
convierten en un puro canto amor por los propios libros, por la literatura y
por la lectura. Este es uno de esos libros. Escrito en 1978 por Penelope
Fitzgeral inmediatamente se convirtió en una de sus obras más famosas y
celebradas (de hecho, fue nominada al Premio Booker, que no ganó Fitzgerald ese
año pero que, al siguiente, con otra de sus novelas, sí consiguió). En el año
2017, la directora Isabel Coixet llevó al cine una adaptación de esta novela, con
ligeros cambios en el guion haciendo que la versión cinematográfica, a mi
parecer, sea algo más dramática y sensiblera que el propio libro. En mi verano
literario en femenino, planeado casi de improviso durante la última Feria del
Libro, tenía claro que de la Editorial Impedimenta (cuya labor y edición es
exquisita) me iba a llevar a casa esta magnífica novela, que desde que vi la
película de Coixet en su día llevaba queriendo leer.
Como el propio nombre de la
novela indica, La librería gira en torno a la librería que,
obstinadamente, Florence Greene pretende abrir en una casa muy codiciada y,
según dicen, encantada y llena de fantasmas, pero abandonada en un pequeño
pueblo marítimo inglés donde los poderes sociales establecidos desde hace
decenios no ven con buenos ojos. Esa obstinación, ese tesón, esa terquedad si
se quiere decir, que emana simplemente del amor a la cultura y a los libros
como puertas magníficas y robustas de acceso a ese mundo infinito del
conocimiento y las aventuras, son lo que mueven a Florence a superar cualquier
obstáculo, cualquier comentario malintencionado, cualquier palo en la rueda y
terminar abriendo su librería y vendiendo libros a los vecinos de su pueblo
pesquero.
Penelope Fitzgerald no escribió
una simple novela, una historia más en La librería, sino toda una carta
de amor por los libros y la literatura, por el arte que es escribir. Un canto
de libertad hacia una de las maneras de arte más versátiles que existen, de
cultura y conocimiento, de aventuras y viajes más allá de nuestras vidas y
entornos. Pero también mostró, de manera sutil pero firme, cómo no siempre la
cultura, el saber y el conocimiento triunfan, y cómo siempre, se vaya donde se
vaya, hay quien intentará torpedear una buena idea y amaestrar a la población para
que piense que los privilegios de unos pocos son los derechos de todos.
No dio puntadas sin hilo
Fitzgerald en La librería y lo que, en ocasiones, parecen simplemente un
lance entre personajes, una conversación intrascendente para dar verosimilitud
y trasfondo a la historia, son dardos lanzados con una intención muy clara:
criticar a la burguesía rural inglesa que durante décadas, por tradición más
que por derecho, han ejercido una influencia dañina y mezquina, ruin y
miserable, sobre poblaciones humildes, impidiendo un beneficio general de la
comunidad para simplemente manejar las cosas para engrosar aún más su poderío y
sus propiedades, valiéndose de cualquier arma a su alcance.
No quiero decir con lo anterior
que La librería sea una novela política o social, ni que sirva para denunciar
ningún comportamiento enquistado. Para nada. De hecho, no hay la profundidad
suficiente en el análisis, planteamiento y desarrollo de esos aspectos como
para que no sean más que retazos de esbozos. Pero ahí están: no fueron
casuales, ni accidentales y no pretendían simplemente decorar una narración. Si
el personaje de Florence Greene representa el tesón, la osadía y la luz de la
cultura; su contraparte, la Señora Gamart representa el antiguo régimen, la
tradición y la inmovilidad, los privilegios y el egoísmo más cegador. El
enfrentamiento indirecto permanente entre ambas mujeres termina siendo ganado
por la poderosa, como casi siempre, haciendo que Florence cierre la librería y
tenga que marcharse del pueblo para seguir con su sueño en otra parte donde
pudiera ser mejor recibida.
Leer La librería ha sido
todo un chute de energía a nivel personal. No puedo negar que desde hace unos
años uno de mis sueños más recurrentes es abrir mi propia librería donde poder
no solo vender y recomendar libros a todos aquellos lectores que hasta ella se
acercaran, sino organizar actos de amor a los libros y a los escritores con los
que demostrar que los libros, la escritura, la literatura son uno de los
grandes pilares de la cultura y las artes. Penelope Fitzgeral llevó a las
páginas de su libro lo que ahora es para mí un sueño. Sueño que sé que no voy a
cumplir a corto o medio plazo porque sé que económicamente no es viable a día
de hoy que monte una librería, y mucho menos quizá en Madrid, donde se vería
engullida por ese espíritu competitivo y ultra liberal que marchita todo lo que
toca y que en Madrid ya es epidemia casi mortal. Quien sabe si en algún momento
podré ser una Florence Greene exitosa en alguna población y tener mi propia
librería, para la que incluso ya tendría nombre.
En estos días tediosos de verano
que estamos viviendo y que llevamos sufriendo de manera continuada más tiempo
del que sería deseable en Madrid, tomar en nuestras manos La librería,
viajar hasta un pequeño pueblo pesquero inglés, idílico, y acompañar a Florence
Greene en su sueño de tener un oasis de cultura y libros es de los mejores
planes que se pueden tener. Y, además, nunca está de más leer un clásico de la
literatura que se lee como una fábula de amor por los libros.
Caronte.
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