viernes, 17 de junio de 2022

Balthazar (Cuarteto de Alejandría II)

Me adentro, tal y como prometí, en la segunda novela del Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell con unas expectativas quizá aún más altas que en Justine debido a que esta, como apertura del cuarteto, me pareció soberbia y absolutamente envidiable. Continuo además el cuarteto casi de seguido, intercalando entre cada uno de sus cuatro libros uno de la Trilogía de Corfú, también de un Durrell, Gerald en este caso. Es quizá el reto literario más importante que me haya impuesto nunca y de momento no puedo decir que me esté costando ni defraudando para nada; más bien al contrario: estoy disfrutando de contrastes en forma, fondo y todo maravillosos que quizá leyendo cada una de las series literarias por separado y distanciadas una de la otra no sería capaz de apreciar.

Quien piense que El Cuarteto de Alejandría es una serie de libros cuyo desarrollo temporal es lineal se dará de bruces con una realidad total y radicalmente distinta. Lawrence Durrell escribió en cuatro volúmenes una misma historia vista desde cuatro perspectivas diferentes y en tiempos, no ya paralelos, sino superpuestos unos a otros. Yo mismo estaba errado pensando que sí que iba a encontrar en el cuarteto una narración temporalmente lineal, clásica, en el que en cada libro íbamos a avanzar en una misma historia. Pero no. He sido el primer sorprendido y maravillado al mismo tiempo. Balthazar es una novela en la que el narrador de Justine vuelve a la misma historia del primer libro para completar un puzle que es incapaz de resolver, no por incapacidad intelectual, sino por no tener delante de él todas las piezas necesarias.

Por continuar con una metáfora que me suele gustar mucho usar cuando considero pertinente, podría decirse que en Justine Lawrence Durrell presenta un tapiz deconstruido a través de las madejas de las cuales deben salir los hilos que han de tejerlo. Pero nos las presente enmarañadas y el lector no sabe muy bien de qué hilo tirar, ni tan si quiera si debe tirar, para poder empezar a hacerse una idea del conjunto, es decir, del tapiz completo. En Balthazar, sin embargo, Durrell empieza a tejer, a enhebrar las diferentes agujas y a elaborar el complejo tapiz que tiene de fondo una Alejandría casi diría yo que mitológica, donde las pasiones primitivas del ser humano, que afectan por igual a hombres y mujeres, el sexo y el amor se desatan y alcanzan niveles de locura y paranoia.

Y cambia además la manera de contarnos las cosas Durrell. Si en el primer tomo del cuarteto el narrador nos contaba desde su punto de vista y simplemente a través de recuerdos de amigos una serie de vivencias pasadas que marcaron a cuatro amantes en una Alejandría tórrida y mestiza. Ahora, en Balthazar, el mismo narrador del primer libro lo que hace es contarnos lo que un amigo, el abogado que da nombre a este segundo libro y que ya apareció en el primero, le cuenta que pasó desde su punto de vista. Este cambio en la manera de narrar, no solo da brío al libro y hace que el lector tenga que asumir una versión complementaria más que diferente de lo ya leído, sino que además ayuda a ampliar el foco, a llegar a lugares e instantes en la historia que de otra manera sería difícil alcanzar y alumbrar con la luz de la verdad narrativa.

Aunque en Balthazar la historia y su desarrollo, lo que en esta novela se narra y cuenta es más importante que en Justine, sigue siendo el cómo está narrado lo que más atrae y atrapa de ella. Esa sutileza narrativa, ese estilo pulcro y depurado, donde reflexiones, descripciones y acción se entremezclan con cuidado consigue que la lectura, pese a que podría resultar pesada y de un nivel un tanto elevado, resulta de lo más fluida y agradable. Y sobre y ante todo, la maestría de Durrell a la hora de describir Alejandría, a sus gentes, tradiciones y contrastes, su decadencia, su aislamiento, su élite local y extranjera, sus relaciones prohibidas, llenas de lujuria y pecado, donde lo prohibido se sabe pero se calla o se mira hacia otro lado para hacer lo mismo uno mismo. Es fastuosa, hacia el final de la novela, la descripción que hace Durrell de la fiesta de carnaval que termina desencadenando uno de los hechos más reveladores, y eje del tapiz que pretende tejer el autor, de todo el cuarteto. Disfraces, dobles sentidos, insinuaciones, infidelidades, liberación de pasiones medianamente controladas de manera habitual… A través de las palabras del mayor de los Durrell el lector no solo viaja a una ciudad que ya no existe, no por hecatombe, sino por haber perdido su esencia entre dos aguas, entre dos culturas, sino que termina formando parte de ella misma, mezclándose a su vez con el coro de personajes que vuelven a salir en esta segunda novela del cuarteto.

Balthazar es una continuación, quizá no del nivel de Justine, pero sí de un nivel que le va a la zaga y que hace que el cuarteto, ya mediada su lectura, se esté convirtiendo en una de mis lecturas favoritas y a la que guardaré probablemente en un lugar preminente de mi memoria. Una vez lanzado a la aventura literaria en la que estoy inmerso, vuelvo a recalcar el enorme contraste narrativo que tienen el mayor y el menos de los Durrell. Ambos se disfrutan igual, pero de manera distinta, porque cada uno ofrece al lector un tipo de libro bordando a su vez la escritura. Lawrence Durrell me está pareciendo un escritor sumamente dotado para la evocación de una época y unos personajes definidos al milímetro. Y como ya dije en la reseña de Justine, envidio profundamente lo que Larry Durrell consiguió con este cuarteto.

Caronte.

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